top of page

La vida antes del miedo

  • Foto del escritor: Jorge Andrés Carvajal Suárez
    Jorge Andrés Carvajal Suárez
  • 8 jun
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 10 jun

Antes de que el miedo se volviera costumbre, en Teorama la vida giraba alrededor de otras prioridades: la escuela, el trabajo en el campo, los juegos al aire libre. Era una comunidad pequeña donde todos se conocían por nombre y se saludaban al pasar. “A las cinco de la mañana ya estábamos desayunando”, recuerda Ana Edilia sobre su infancia en la vereda El Juncal. “Nos veníamos y llegábamos tipo seis y media, siete, y todo muy tranquilo, normal”.


ree

La infancia estaba marcada por el trabajo del campo y la solidaridad familiar. “Mi papá trabajaba al jornal. Mi mamá, ama de casa, no sabía ni leer ni escribir, pero ellos querían que nosotros prosperáramos”. Los fines de semana, la familia bajaba los productos cultivados para venderlos y así pagar la matrícula escolar. No era fácil. “Cobraban pensión, matrícula, derecho a pupitre, boletín. Todo. Si no pagábamos al dos de cada mes, nos echaban”, recuerda.


Pero no todo era esfuerzo. Había espacio para jugar. “Jugábamos al trompo, al boliche, a la mota”, dice. Eran juegos de calle, sin dispositivos ni conexión. “Nunca jugué con muñecas. Tenía un hermano dos años mayor que yo, y jugábamos al cacho. En diciembre, los juegos eran chéveres: el beso robado, pajita en boca… era una infancia muy chévere, inolvidable”.


En las noches, la naturaleza era protagonista. No había energía eléctrica. “Papá hacía de esos mechones con gas, con eso nos alumbrábamos, o con velas. Tuvimos energía hasta que yo estaba en décimo”. El día se organizaba alrededor de los sonidos del campo. “Escuchábamos pájaros, gallinas, ranas. Mi papá tenía árboles medicinales, árboles frutales. El monte era parte de la vida”.


La relación con los vecinos también tenía otro tono. “Mi papá criaba cerdos, y en diciembre repartía piezas a los vecinos. Si había mucho aguacate, también se repartía”. Era una economía de confianza, de trueque emocional. “Allá la gente se ayudaba sin esperar nada a cambio”, recuerda.


José Trinidad lo recuerda con claridad: “Cuando no había televisión, ni celulares, la vida se reunía alrededor del fogón. Se conversaba. Se contaban cuentos. Se cantaba”. El respeto por la tierra, por el trabajo colectivo, definía la identidad del lugar.


ree

La profesora Yaneth también recuerda el saludo colectivo de cada diciembre. “Eso era tan bonito. La gente salía casa por casa a desear Feliz Navidad, Feliz Año. Nadie se quedaba sin ese abrazo”, cuenta. En las noches, las familias se reunían a contar historias. “Los niños crecíamos oyendo a los mayores contar cuentos. Era nuestro cine, nuestra televisión”, dice.


Hoy, Teorama parece otro pueblo. Pero esas memorias, grabadas en la voz de quienes aún lo habitan, siguen revelando que el Catatumbo no solo ha sido tierra de guerra. También fue territorio de afectos sencillos, de raíces compartidas, de una vida que fluía sin apuro y con sentido colectivo. Y esa historia también merece contarse.

 
 
 

Comentarios


bottom of page